Una colosal ciudad jardín al borde del mar Cantábrico del Océano Atlántico
En asuntos playeros, es Castrillón quien tiene el protagonismo en la cosa comarcal avilesina. Y en su costa deslumbra Salinas, que parece un reportaje del National Geographic, sembrada de paseos, chalés, gauzones, anclas, surfistas y dunas. Salinas está en el centro de un aspa que va de La Peñona al Peñón de Raíces. Y de 'Las Conchas' (restaurante) a San Martín de los Pimientos.
Tantas veces mostrada fotográficamente desde el aire (Nardo Villaboy, mayormente) -que es desde donde mejor se aprecia su magnitud en la zona marítima asturiana- Salinas es como una enorme V, un vector, que se va afilando hacia el oeste hasta irse al Cuerno (playa) y terminar esfumándose por un túnel que la une con Arnao.
Al otro lado del túnel está El Dólar (playa también) que es terreno capital de la Real Compañía Asturiana de Minas, histórica empresa pionera en la industrialización avilesina y quien hizo posible la gran población, al construir -en aquella pequeña aldea al lado del mar, llamada Salinas y no se sabe ciertamente el porqué- casas para sus directivos en la fabricación del zinc.
Y si la Real Compañía la comenzó, luego vinieron los tranvías -el de vapor, o sea 'La Chocolatera', y el eléctrico, que incluso coincidieron años funcionando conjuntamente- que llevaban gente bien a los balnearios, bien a los que buscaban baños de ola, pecadores ellos, sin recato de techo alguno. Y también surgieron los hotelitos, de los profesores universitarios de Oviedo (¡Vade retro Gijón!) y su Colonia veraniega de estudiantes. Hasta que la llegada de ENSIDESA y compañía, la convirtió en privilegiada ciudad-dormitorio de Avilés.
En este punto, su desarrollo fue meteórico y ahí resuena Treillard, restallante apellido histórico local, uno como hotelero fundador de balnearios y otro como alcalde. Y éste, en la segunda mitad del siglo XX, empezó a urbanizar a todo trapo y tanta marcha cogió que se pasó veinte estaciones con más de cuatro Gauzones.
Por entonces, Salinas era el discreto encanto de la burguesía, pero sin la acidez de Luis Buñuel. Al otro extremo San Juan -con una contaminante factoría química del año catapún al lado- tenía acidez en el medio ambiente. Era playa de clases medias avilesinas y también bajas, que venían de Oviedo en trenes especiales. Apurando se podría decir que a San Juan, mayormente, iba la base y a Salinas los de lavase y peinase. Cosas de la coña marinera.
Es famosa por su espectacular playa (la más concurrida de Asturias, junto con la de Gijón), su magnífico paseo marítimo o el Museo de las Anclas, ocurrencia de Agustín Santarua. Lo que ya no es de tanto conocimiento son sus cuidadas y arboladas calles, con profusión de espléndidas viviendas de variadas arquitecturas (es el Biarritz asturiano), ni tampoco su condición de pionera centenaria en el turismo regional con aquellos espectaculares Balnearios y Náutico. O la esforzada por preservar su imponente conjunto dunar de El Espartal, hoy declarado monumento natural.
Cuando los técnicos juegan a los diques en San Juan de Nieva, la mar se cabrea y se lleva por delante el triunfal paseo marítimo de Salinas. Pero se repone.
Y cuando no es el paseo, la mar rizada la deja calva de arena. Pero le termina creciendo o termina poniéndose una peluca alquilada en Cabo Vidio.
Porque no hay quien pueda, no hay quien pueda, con Salinas marinera. Marinera y pecadora (sic), no hay quien pueda, por ahora.
Corto y cambio, para citar a José M. Castañón en su obra 'Mi padre y Ramón González de la Serna': «Una nostalgia pasmosa me aprieta en estos momentos. Aquel Salinas, me inquieta al saber que sigue viviendo tan verde, tan marítimo...»
Sabía que Salinas es la mar del verde.
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