La reocupación con fines diversos de algunos recintos castreños en Asturias durante la Alta Edad Media ya fue propuesta por José Manuel González se había mostrado convencido del origen prerromano de algunas de las fortalezas emblemáticas en la historia del Reino de Asturias como Boanga, Tudela, El Castillo de San Martín o El Peñón de Raíces. No obstante, la revitalización defensiva de estos castros así como la proliferación de nuevas torres y fortalezas nada tiene ya en común con el poblamiento castreño de la Antigüedad. Éstas surgen en tiempos de la Monarquía Asturiana como consecuencia, en palabras de Avelino Gutiérrez, de un nuevo orden social de carácter feudal que habría de extenderse de manera progresiva a toda la Península.
En Asturias abundan los ejemplos de establecimientos de morfología castreña en los que se advierte la singularidad paisajística mantenida aún siglos después de su abandono y que fueron paradójicamente revitalizados desde los albores de la Alta Edad Media por la Iglesia con la compulsa litúrgica implícita en la imposición de hagiotopónimos, la construcción de iglesias o capillas y la apertura de camposantos como en el Chao Samartín. Muestra evidente son las decenas de castros en los que se registra con cierta garantía la presencia de templos y de necrópolis o el número aún superior de asentamientos con advocación a santos, mártires y símbolos cristianos.
Todavía hoy, transcurridos casi tres mil años de las primeras fundaciones, los castros perviven en el ideario colectivo de sus herederos no por su condición de espacios más o menos aptos para la habitación y el refugio, para la guerra o la supervivencia, sino por ser depositarios de valores inmateriales que han perdurado al paso del tiempo y han sido compartidos, con diferentes lecturas, por el centenar de generaciones que distancian al hombre que depósito la ofrenda fundacional en la Acrópolis del Chao Samartín y el visitante que hoy recorre admirado las ruinas del castro de Coaña.
En Asturias abundan los ejemplos de establecimientos de morfología castreña en los que se advierte la singularidad paisajística mantenida aún siglos después de su abandono y que fueron paradójicamente revitalizados desde los albores de la Alta Edad Media por la Iglesia con la compulsa litúrgica implícita en la imposición de hagiotopónimos, la construcción de iglesias o capillas y la apertura de camposantos como en el Chao Samartín. Muestra evidente son las decenas de castros en los que se registra con cierta garantía la presencia de templos y de necrópolis o el número aún superior de asentamientos con advocación a santos, mártires y símbolos cristianos.
Todavía hoy, transcurridos casi tres mil años de las primeras fundaciones, los castros perviven en el ideario colectivo de sus herederos no por su condición de espacios más o menos aptos para la habitación y el refugio, para la guerra o la supervivencia, sino por ser depositarios de valores inmateriales que han perdurado al paso del tiempo y han sido compartidos, con diferentes lecturas, por el centenar de generaciones que distancian al hombre que depósito la ofrenda fundacional en la Acrópolis del Chao Samartín y el visitante que hoy recorre admirado las ruinas del castro de Coaña.
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