Archivado en (Los episodios avilesinos)por albertodelrio on 13-08-2012
Aquella enorme explosión industrial de ENSIDESA y Compañía (o sea ENDASA, Cristalería, Enfersa y otros) trajo mucho tajo. Y tapó cosas.
Cosas muy valiosas, como el Casco Histórico y la Ría (mayúscula, donde las haya) que en los últimos años comenzaron a destaparse –y a ser convenientemente lavadas, marcadas, cardadas y peinadas– aun sufriendo aquella crisis siderúrgica mundial que tajó gran parte del tajo. Una crisis distinta a la que ‘Financieros Unidos Jamás Serán Vencidos S.A.’ nos está, alevosamente endilgando, ahora, a los sufridores.
A una ciudad la define mucho su paseo. El donde poder andar, charlar, lucir el palmito y contemplar paisaje y paisanaje. Avilés siempre ha tenido paseos cuidados en las formas y coincidentes en el fondo: ligados a su Ría. Ni ‘folgando’ la perdió de vista.
Desde aquel del Bombé, en 1832, en un Avilés de 6.500 habitantes, situado al lado del muelle, cuando éste todavía estaba en su emplazamiento de toda la vida: al costado de la (hoy) iglesia de Los Padres y la fachada sur del palacio de Camposagrado.
Y cuando, a finales del siglo XIX, canalizada la Ría, se cambió el muelle a su ubicación actual, en el terreno resultante se construyó, claro, el parque del Muelle. Y se estableció allí el paseo ciudadano, tanto en su avenida central como en el lateral que daba a La Ribera (hoy calle Emile Robin), antaño parada de tranvía y autobuses.
Aquel saturado paseo avilesino quedó difuminado, en cuanto a zona de activa reunión ciudadana, cuando se abrió al público, en 1976, el Ferrera, colosal parque.
Hubo que esperar hasta 2005 para que Avilés estrenara un paseo clásico, por supuesto que marítimo, en el lateral de la carretera de San Juan.
Desde Larrañaga hasta el puerto pesquero, son 986 metros de largo, por 15 de ancho, con iluminación, césped, algunos árboles, y una escultura gigantesca, con tres enormes conos, en su parte media.
Aquello fue el inicio de la recuperación de la fachada marítima. Aquello fue la reconquista de la Ría.
La industria, a lo bestia, había convertido el estuario en una horrible cloaca. Allí no había nada que hacer y la ciudad le dio la espalda. Además dos vías terrestres y otras tantas ferroviarias ya habían puesto –y siguen poniendo, aunque menos– el listón de la barrera de la separación muy alta.
Ahora lo puedes salvar (con la discutida, pero práctica, ‘Grapa’) sabiendo que no vas a un desaguadero gigantesco. Hoy vas a pasear a una Ría cada vez más limpia, a la vera del puerto deportivo y del Niemeyer.
De ahí la importancia de su recuperación tanto sanitariamente, como para solaz del personal. No hablo del Niemeyer –aunque también– sino del estuario.
Se habían gastado en diez años, hasta entonces, 156,83 millones de euros (26.094 millones de aquellas pesetas) en actuaciones que iban desde la construcción de una moderna red de saneamiento (la mayor obra pública de la historia de Avilés y episodio aparte) hasta la adecuación –en 2003– del paseo marítimo, de la margen derecha, entre San Juan de Nieva y las cercanías del faro. Son 843 metros tan desconocidos, como recomendables, que atraviesan por ejemplo la mítica Peña del Caballo. Y está ahí, en la bocana de la Ría, donde casi tocas los barcos con las manos.
Los presidentes portuarios tuvieron, generalmente, gran importancia en este idilio ciudad-puerto, especialmente Manuel Ponga.
Más tarde, para continuar el casorio, vendrían el gran Niemeyer, fundamentalmente, y la senda de Avilés a Trasona.
Apetece entonar aquello de: «Desde San Juan al Niemeyer, vengo por ambas orillas, andando con parsimonia o corriendo en zapatillas…»
Obras son amores y no buenas razones.
Aquella enorme explosión industrial de ENSIDESA y Compañía (o sea ENDASA, Cristalería, Enfersa y otros) trajo mucho tajo. Y tapó cosas.
Cosas muy valiosas, como el Casco Histórico y la Ría (mayúscula, donde las haya) que en los últimos años comenzaron a destaparse –y a ser convenientemente lavadas, marcadas, cardadas y peinadas– aun sufriendo aquella crisis siderúrgica mundial que tajó gran parte del tajo. Una crisis distinta a la que ‘Financieros Unidos Jamás Serán Vencidos S.A.’ nos está, alevosamente endilgando, ahora, a los sufridores.
A una ciudad la define mucho su paseo. El donde poder andar, charlar, lucir el palmito y contemplar paisaje y paisanaje. Avilés siempre ha tenido paseos cuidados en las formas y coincidentes en el fondo: ligados a su Ría. Ni ‘folgando’ la perdió de vista.
Desde aquel del Bombé, en 1832, en un Avilés de 6.500 habitantes, situado al lado del muelle, cuando éste todavía estaba en su emplazamiento de toda la vida: al costado de la (hoy) iglesia de Los Padres y la fachada sur del palacio de Camposagrado.
Y cuando, a finales del siglo XIX, canalizada la Ría, se cambió el muelle a su ubicación actual, en el terreno resultante se construyó, claro, el parque del Muelle. Y se estableció allí el paseo ciudadano, tanto en su avenida central como en el lateral que daba a La Ribera (hoy calle Emile Robin), antaño parada de tranvía y autobuses.
Aquel saturado paseo avilesino quedó difuminado, en cuanto a zona de activa reunión ciudadana, cuando se abrió al público, en 1976, el Ferrera, colosal parque.
Hubo que esperar hasta 2005 para que Avilés estrenara un paseo clásico, por supuesto que marítimo, en el lateral de la carretera de San Juan.
Desde Larrañaga hasta el puerto pesquero, son 986 metros de largo, por 15 de ancho, con iluminación, césped, algunos árboles, y una escultura gigantesca, con tres enormes conos, en su parte media.
Aquello fue el inicio de la recuperación de la fachada marítima. Aquello fue la reconquista de la Ría.
La industria, a lo bestia, había convertido el estuario en una horrible cloaca. Allí no había nada que hacer y la ciudad le dio la espalda. Además dos vías terrestres y otras tantas ferroviarias ya habían puesto –y siguen poniendo, aunque menos– el listón de la barrera de la separación muy alta.
Ahora lo puedes salvar (con la discutida, pero práctica, ‘Grapa’) sabiendo que no vas a un desaguadero gigantesco. Hoy vas a pasear a una Ría cada vez más limpia, a la vera del puerto deportivo y del Niemeyer.
De ahí la importancia de su recuperación tanto sanitariamente, como para solaz del personal. No hablo del Niemeyer –aunque también– sino del estuario.
Se habían gastado en diez años, hasta entonces, 156,83 millones de euros (26.094 millones de aquellas pesetas) en actuaciones que iban desde la construcción de una moderna red de saneamiento (la mayor obra pública de la historia de Avilés y episodio aparte) hasta la adecuación –en 2003– del paseo marítimo, de la margen derecha, entre San Juan de Nieva y las cercanías del faro. Son 843 metros tan desconocidos, como recomendables, que atraviesan por ejemplo la mítica Peña del Caballo. Y está ahí, en la bocana de la Ría, donde casi tocas los barcos con las manos.
Los presidentes portuarios tuvieron, generalmente, gran importancia en este idilio ciudad-puerto, especialmente Manuel Ponga.
Más tarde, para continuar el casorio, vendrían el gran Niemeyer, fundamentalmente, y la senda de Avilés a Trasona.
Apetece entonar aquello de: «Desde San Juan al Niemeyer, vengo por ambas orillas, andando con parsimonia o corriendo en zapatillas…»
Obras son amores y no buenas razones.
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