Archivado en (Los episodios avilesinos)por albertodelrio on 27-01-2013
José Menéndez Menéndez fue un avilesino nacido en 1846, al que con quince años de edad embarcaron, como tantos miles, para ‘hacer las Américas’. Y cumplió, con creces, ya que protagonizó la colonización del gigantesco territorio conocido como Patagonia, fronterizo con el polo sur.
Un enorme ‘solar’ de 770.000 Km2 –donde cabría una España y la mitad de otra– situado en el cono sur americano. Es un lugar tan desolado como desangelado, situado al sur de Chile y Argentina, allí donde tierra y hielo se funden y confunden en medio de un rabioso viento polar. Aquello es el fin del mundo, se mire como se quiera.
El persistente clima antártico lo hace generalmente inhabitable, excepto para los soñadores que están al loro de la aventura y los indios mapuches que llevan allí siglos.
Lo atractivo de la Patagonia, para gente ajena de espíritu aventurero, es que son tierras donde la ley no es una valla para la imaginación. Simplemente porque que no hay quien la aplique.La Patagonia es un misterio helado, un enigma de soplos congelados que solo aguantan los fuertes o los locos.
Entre los primeros destacó José Menéndez, aquel rapacín embarcado (en todos los sentidos) en Avilés, en el bergantín ‘Francisca’, y que después de 45 días de navegación llegó a La Habana, comenzando a trajinar en oficios humildes hasta que dio el salto a Buenos Aires, donde ya ganó dinero en industrias ferreteras, aparte de casarse, a los 29 años, con María Behety, perteneciente a una destacada familia uruguaya de ascendencia francesa.
Ella fue cómplice del espíritu aventurero del avilesino y ambos se largaron a tomar el viento fresco de La Patagonia, concretamente a Punta Arenas, la capital de la región de Magallanes.
Y allí fue donde se creció este hombre de estatura mediana, robusto, de gran carácter, que tenía el don de medir al instante a las personas. Todo esto, unido a su buen sentido y olfato comercial e industrial, hizo de él uno de los mayores hacendados del mundo. Uno de sus métodos fue comprar pequeños terrenos a los muchos militares argentinos a los que su gobierno premiaba con parcelas (para ahorrarse dinero) carentes de valor en aquel clima polar. Para Menéndez si lo tenían. Porque encadenando miles de ellas creo una hacienda gigantesca.
Hizo de todo y casi todo le salió bien: banquero, armador de buques y dueño de un rebaño de un millón de ovejas, que –en su época, al menos– fue considerado el mayor del mundo. De Guinness.
En su madurez gustaba de la buena lectura. Aunque había ido a la escuela primaria en Avilés, la cultura estuvo ausente, forzosamente, en su juventud, pero luego él se encargo de procurársela. Así como su gusto por el teatro. Por lo que no es extraño que llegara a construir, con dinero de su bolsillo, el primer salón festivo de Punta Arenas, que inauguró con la ópera “Lucía de Lamermoor”.
Sólo José Menéndez podía conseguir que operasen Lamermoor cerca del polo sur.
Falleció a los 68 años, dejando un legado humano impresionante, repartido entre Chile, Argentina y España. Según calculó uno de sus tataranietos Carlos Rodríguez Braun –catedrático de la Complutense madrileña y destacado articulista en medios periodísticos madrileños– en una de sus visitas a Avilés: «Otro familiar mío ha intentado reunirnos a todos [se refiere a los descendientes de José Menéndez] pero debemos de ser unos mil, así que resulta prácticamente imposible»
Hay que hacer constar que hubo ‘otro rey’ patagónico: un linajudo francés un tanto quijotado y más trasnochado de la cuenta, llamado Orllie Antoine de Tounens, que se presentó en 1860 en aquella inhóspita tierra y se autoproclamó Rey de la Patagonia. Fue algo efímero, aquello.
A José Menéndez lo proclamó, como tal, la gente del lugar, a la vista del imperio económico que fundó y con el sobrenombre de Rey de la Patagonia, aparece hasta en el diccionario Espasa, aparte de las publicaciones sobre su peripecia colonizadora en América. Aunque este asunto, así como el de las leyendas que –de distinto signo– sobre él corren, es episodio aparte.
Este rey de la Patagonia, nacido en Avilés, fue generoso con su país de origen, donando en 1910, y en la persona del Rey de España, un millón de pesetas (de las de entonces) con la condición de que fueran dedicadas a incrementar la enseñanza pública. Estos 6.000 € de hoy, eran por entonces una verdadera fortuna.
Estaba obsesionado con la educación, quizás porque él no la pudo tener en condiciones. Por ello, también, a su ciudad de Avilés –cosa que conviene airear– donó 100.000 pesetas (y no es por ponerme pesado, pero no olviden a la hora de medir, que eran pesetas de 1910) para potenciar la enseñanza pública en la villa, y otras 50.000 más, para la construcción de una escuela en su barrio de Miranda. Aparte de otras cantidades para el Hospital de Avilés, Asilo de Ancianos y algún etcétera más.
Todo esto lo protagonizó un rapacín, de aquella familia mirandina conocida como ‘Los Zancos’ que nunca olvidó sus orígenes. Su flota constaba de más de cincuenta barcos, todos bautizados de forma que la primera letra empezara por A. Por ejemplo: Avilés.
En el barrio avilesino de Miranda cuando, en 1957, inauguraron su salón cinematográfico no dudaron al bautizarlo: ‘Patagonia’.
Qué menos. Aunque fueron los únicos avilesinos, públicamente, agradecidos.
José Menéndez Menéndez fue un avilesino nacido en 1846, al que con quince años de edad embarcaron, como tantos miles, para ‘hacer las Américas’. Y cumplió, con creces, ya que protagonizó la colonización del gigantesco territorio conocido como Patagonia, fronterizo con el polo sur.
Un enorme ‘solar’ de 770.000 Km2 –donde cabría una España y la mitad de otra– situado en el cono sur americano. Es un lugar tan desolado como desangelado, situado al sur de Chile y Argentina, allí donde tierra y hielo se funden y confunden en medio de un rabioso viento polar. Aquello es el fin del mundo, se mire como se quiera.
El persistente clima antártico lo hace generalmente inhabitable, excepto para los soñadores que están al loro de la aventura y los indios mapuches que llevan allí siglos.
Lo atractivo de la Patagonia, para gente ajena de espíritu aventurero, es que son tierras donde la ley no es una valla para la imaginación. Simplemente porque que no hay quien la aplique.La Patagonia es un misterio helado, un enigma de soplos congelados que solo aguantan los fuertes o los locos.
Entre los primeros destacó José Menéndez, aquel rapacín embarcado (en todos los sentidos) en Avilés, en el bergantín ‘Francisca’, y que después de 45 días de navegación llegó a La Habana, comenzando a trajinar en oficios humildes hasta que dio el salto a Buenos Aires, donde ya ganó dinero en industrias ferreteras, aparte de casarse, a los 29 años, con María Behety, perteneciente a una destacada familia uruguaya de ascendencia francesa.
Ella fue cómplice del espíritu aventurero del avilesino y ambos se largaron a tomar el viento fresco de La Patagonia, concretamente a Punta Arenas, la capital de la región de Magallanes.
Y allí fue donde se creció este hombre de estatura mediana, robusto, de gran carácter, que tenía el don de medir al instante a las personas. Todo esto, unido a su buen sentido y olfato comercial e industrial, hizo de él uno de los mayores hacendados del mundo. Uno de sus métodos fue comprar pequeños terrenos a los muchos militares argentinos a los que su gobierno premiaba con parcelas (para ahorrarse dinero) carentes de valor en aquel clima polar. Para Menéndez si lo tenían. Porque encadenando miles de ellas creo una hacienda gigantesca.
Hizo de todo y casi todo le salió bien: banquero, armador de buques y dueño de un rebaño de un millón de ovejas, que –en su época, al menos– fue considerado el mayor del mundo. De Guinness.
En su madurez gustaba de la buena lectura. Aunque había ido a la escuela primaria en Avilés, la cultura estuvo ausente, forzosamente, en su juventud, pero luego él se encargo de procurársela. Así como su gusto por el teatro. Por lo que no es extraño que llegara a construir, con dinero de su bolsillo, el primer salón festivo de Punta Arenas, que inauguró con la ópera “Lucía de Lamermoor”.
Sólo José Menéndez podía conseguir que operasen Lamermoor cerca del polo sur.
Falleció a los 68 años, dejando un legado humano impresionante, repartido entre Chile, Argentina y España. Según calculó uno de sus tataranietos Carlos Rodríguez Braun –catedrático de la Complutense madrileña y destacado articulista en medios periodísticos madrileños– en una de sus visitas a Avilés: «Otro familiar mío ha intentado reunirnos a todos [se refiere a los descendientes de José Menéndez] pero debemos de ser unos mil, así que resulta prácticamente imposible»
Hay que hacer constar que hubo ‘otro rey’ patagónico: un linajudo francés un tanto quijotado y más trasnochado de la cuenta, llamado Orllie Antoine de Tounens, que se presentó en 1860 en aquella inhóspita tierra y se autoproclamó Rey de la Patagonia. Fue algo efímero, aquello.
A José Menéndez lo proclamó, como tal, la gente del lugar, a la vista del imperio económico que fundó y con el sobrenombre de Rey de la Patagonia, aparece hasta en el diccionario Espasa, aparte de las publicaciones sobre su peripecia colonizadora en América. Aunque este asunto, así como el de las leyendas que –de distinto signo– sobre él corren, es episodio aparte.
Este rey de la Patagonia, nacido en Avilés, fue generoso con su país de origen, donando en 1910, y en la persona del Rey de España, un millón de pesetas (de las de entonces) con la condición de que fueran dedicadas a incrementar la enseñanza pública. Estos 6.000 € de hoy, eran por entonces una verdadera fortuna.
Estaba obsesionado con la educación, quizás porque él no la pudo tener en condiciones. Por ello, también, a su ciudad de Avilés –cosa que conviene airear– donó 100.000 pesetas (y no es por ponerme pesado, pero no olviden a la hora de medir, que eran pesetas de 1910) para potenciar la enseñanza pública en la villa, y otras 50.000 más, para la construcción de una escuela en su barrio de Miranda. Aparte de otras cantidades para el Hospital de Avilés, Asilo de Ancianos y algún etcétera más.
Todo esto lo protagonizó un rapacín, de aquella familia mirandina conocida como ‘Los Zancos’ que nunca olvidó sus orígenes. Su flota constaba de más de cincuenta barcos, todos bautizados de forma que la primera letra empezara por A. Por ejemplo: Avilés.
En el barrio avilesino de Miranda cuando, en 1957, inauguraron su salón cinematográfico no dudaron al bautizarlo: ‘Patagonia’.
Qué menos. Aunque fueron los únicos avilesinos, públicamente, agradecidos.
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