La mina castrillonense fue, en 1833, uno de los motores de la industrialización asturiana
23.10.11 - 02:38 -
ALBERTO DEL RÍO LEGAZPI
Arnao asombra. Ese Arnao de las piedras negras que salieron de una tan asombrosa, como temible para sus trabajadores, mina submarina. Nuestro Arnao, el del concejo de Castrillón, cuya capital va también de Piedras, aunque Blancas.
Un topónimo, este de Piedras Blancas, que tiendo a asociarlo al cine americano o a la literatura de Dickens. Aunque el poder seductor del cine es tremendamente persuasivo a estos efectos. Hablo de películas míticas como 'Al este del edén' cuya acción transcurre en la lejana Salinas (Monterey. California. USA), que vista con 18 años, me llevó a admirar mucho más -por el contagio cinematográfico- a mi cercana Salinas (la de Castrillón. Asturias. España).
Pero el caso es, hoy, Arnao. Y su mina submarina, que es episodio aparte.
Un yacimiento que es la madre del cordero del carbón español. Una explotación internacionalmente histórica, hoy restaurada, a la que no estamos valorando, todavía, en su justa medida. Es el buque insignia del Conjunto Histórico Industrial de Arnao, la excepción -maravillosa- del tan ignorado, como despreciado, patrimonio industrial asturiano, que Castrillón se empecinó en respetar y rescatar. Chapó para su Ayuntamiento.
Como será lo de esta mina, que hasta una Reina de España, Isabel II, la visitó, un 24 de agosto de 1858. Vino acompañada por su marido, el Rey consorte, Francisco de Asís de Borbón, personaje que hoy haría las delicias de la prensa amarillista, y numeroso séquito.
Estaba previsto un tranquilo vino español en la campa de Arnao. Pero de pronto, la Reina, se dirigió al castillete del pozo minero y manifestó el deseo de descender a las galerías, ante la sorpresa y el consiguiente canguelo, tanto de los miembros del Gobierno español, como de los directivos de la Real Compañía Asturiana.
Isabel II -un trueno de mujer, famosa por su remango- arrastrando a su aterrado -y no era de extrañar- esposo, descendió los ochenta metros de profundidad, sin aguardar el resultado del más elemental reconocimiento de seguridad que le imploraba el Jefe del Gobierno español.
Salida de la jaula (o sea, el ascensor del pozo minero) la Reina, ni corta ni perezosa, recorrió las galerías, con paso rápido, incluida la principal, de un 14% de desnivel, y que discurre bajo las aguas del Océano Atlántico y 'nunca antes visitada por mujer ninguna', recorriendo unos doscientos cincuenta metros, según escribió el cronista Juan de Dios de la Rada, en su 'Viaje de SS. MM. y AA. Por Castilla, León, Asturias y Galicia, en el verano de 1858'.
El tránsito, abundante en malos pasos, hizo que la Reina quedara hecha un santo cristo de cintura para abajo. Pero no se arredró y siguió guiando (o sea, empujando) a la aterrorizada comitiva hasta llegar al final de la galería submarina y saludar a los sorprendidos picadores que faenaban en él.
Según cuenta el cronista, hubo gente, como un ingeniero belga apellidado Schmit, que arruinó el protocolo, a grito pelado: '¡Usted se merece algo grande de todo corazón!', alucinado ante los arrestos de Isabel de Borbón.
La Reina, que salió hecha unos zorros, se tomó un refrigerio y departió con los invitados que la esperaban en superficie. Los 'sobrevivientes' que se vieron en la obligación de acompañarla en el paseo submarino, fácil es de imaginar su alterado estado de ánimo.
La noticia llegó rápidamente a Avilés. Y en el muelle se congregó un gentío que la vitoreó cuando desembarcó de la falúa que la trasladó hasta la Villa (se alojaba en el palacio del marqués de Ferrera). Entre ellos un caballero, de nombre Lino, acompañado de su pequeño sobrino Armandín Palacio Valdés, que -años más tarde- narraría aquella llegada 'triunfal', de Isabel II, en la famosa 'La novela de un novelista'.
Arnao es de novela. Y de cine.
Alumbra y deslumbra.
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