El avilesino Pedro Solís sobrevivió a bordo del pesquero "Angelina" a la galerna de 1961 aunque "montañas de agua" cubrieron el barco, que fue a buscar refugio a Santander
17.03.2014 | 01:42
Carolina G. MENÉNDEZ La tragedia del "Santa Ana" arranca del rincón más profundo de la mente del avilesino Pedro Solís los angustiosos momentos vividos en la galerna de julio de 1961 a bordo del "Angelina", un barco de pesca de madera de 49 toneladas con máquina de vapor y caldera de carbón que afrontó con gallardía olas gigantes y fuertes vientos que lo balanceaban como si de un velero de papel se tratara. Al echar la mirada atrás en el tiempo, este pescador nacido en Melilla y curtido entre redes y aparejos recuerda que llevaban quince o veinte horas de navegación cuando, de madrugada, "montañas de mar", señala, se adueñaron del barco. Los patrones de pesca y costa, relata, se situaron en el puente, mientras que la tripulación, integrada por doce o catorce personas, se refugió en el rancho, nombre que recibe el habitáculo destinado al descanso. "Pusimos rumbo a Santander y con dificultad pudimos alcanzar el puerto", cuenta este hombre de mar de pies a la cabeza, jubilado desde 1992.
Junto al "Angelina" navegaba el "Victoria Mari", que recibió con mayor agresividad los azotes que en ese momento repartía el Cantábrico. La bravura del oleaje golpeó contra las tapas de la carbonera lanzando una al aire y dejando un hueco abierto por el que penetraba el agua sin compasión. Ante la confusión reinante, cualquier propuesta, por peculiar que fuera, era bien recibida si servía para amortiguar cuantas dificultades iban surgiendo. Así, "un marinero apodado Barriguina", relata Solís con una amplia sonrisa al rememorar el momento, "se sentó sobre el agujero para actuar de tapón y evitar que llegara el agua a las máquinas".
La mar también arrancó de cuajo el tambucho del pesquero asturiano, que es la escotilla que da acceso al rancho, quedando esta dependencia desprotegida y a merced del temporal. "Era una ventana abierta de par en par", dice el marinero al mirar un mapa en el que aparecen reflejados los caladeros del mar Cantábrico, y unas fotos de color sepia que conserva con cariño. En ese instante le viene a la mente la figura de Tivo, un marinero que agarrado para no caer ante el constante balanceo del barco, repetía: "¡Compañero, esto tiene muy mala cara!".
Las horas transcurrían con pasmosa lentitud, la mar no relajaba su furia y el miedo acompañó a los forjados marineros hasta divisar el puerto santanderino, a donde también pusieron proa otras embarcaciones que aquel fatídico día navegaban por el Cantábrico y les pilló inesperadamente la galerna. Al divisar el muelle, un suspiro de alivio recorrió las gargantas del conjunto de la tripulación; atrás quedaba la lucha de interminables horas para huir de la tempestad. "Llegamos a Santander a trancas y barrancas", comenta Pedro Solís. "¡Aquello era un cuadro!, todos los barcos destrozados".
Además de la galerna del 61, Solís, que con 16 años embarcó de fogonero en el "Felipe Uriarte" de la mano de su padre, el maquinista "Rafael, el andaluz", tuvo que enfrentarse en otras ocasiones a fuertes temporales. En el mercante "Almudena", donde trabajaba como ayudante de camarero, y rumbo a Baltimore, en Estados Unidos, a la altura de las Azores, el agua se coló hasta el comedor y las latas de bebidas flotaban por doquier. También rememora otra tormenta en el "Alfa", un pesquero que cargado de merluza regresaba a casa desde Francia y se vio obligado a detenerse en Santander porque la obra muerta de proa estaba rota por un golpe de mar. "Le pusimos una lona para que no entrara el agua. Una vez en Santander, vendimos el pescado y el barco, de 60 toneladas, fue directo al astillero".
Cuarenta años en la mar le han permitido a Pedro Solís acumular un sinfín de experiencias. Las reunió a bordo de mercantes y pesqueros, en los que ejerció de fogonero, marinero, engrasador, ayudante de camarero, primer camarero y, por último, mecánico naval. Dijo adiós a la profesión en "La Santina", donde permaneció doce años. "Era como un tornillo o como un clavo. Estaba allí todo el día, en el motor y en la cubierta, durante la costera y también cuando se sacaba el barco al astillero para reparar", menciona al sumar mentalmente las horas y los días entregado al trabajo.
Pero, al mismo tiempo, se enorgullece de los resultados de esa actividad desenfrenada: "Era el barco que más pescaba de Luanco. En una noche llegábamos a pescar doce o quince toneladas". Si bien el esfuerzo y la entrega obligaba a desatender a la familia, beneficiaba al bolsillo. "Con buena racha, en una semana se podían ganar 300.000 pesetas", resalta para pasar a explicar que "en pesca, se va al quiñón; es decir, una vez descontados los gastos, el armador se lleva el 50 por ciento de los beneficios y el otro 50 se reparte entre la tripulación".
Las vivencias de 40 años en el mar dan para muchos relatos -"los barcos de ahora parecen transatlánticos, están muy bien dotados; los de antes no tenían ni váteres. Para hacer nuestras necesidades sacábamos el culo por la popa, bien agarrados para no caer. A mí me daba mucha vergüenza y mis compañeros se burlaban de mí"-y también para plasmar sobre el papel las sensaciones y emociones que provoca el mar. En sus ratos melancólicos, Solís relee algunos versos que dedicó a ese medio, su hogar durante más de la mitad de su vida. A día de hoy, todavía mantiene grabada en su retina la imagen de una hermosa noche a bordo. "Volvíamos cargados de pescado, el cielo estaba iluminado por millones de estrellas que acompañaban a una luna resplandeciente y hermosa, la mar parecía de plata, estaba divina, y el único ruido que se escuchaba procedía de la proa rompiendo la mar en calma", relata con emoción, la misma que recorre sus entrañas cada vez que se aproxima a la ría y observa los barcos de pesca y, sobre todo, el agua salada.
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